Revivo una vez más todo esto:
los sueños me revelan mis inseguridades,
-pesaban bajo el sol y ahora al doble bajo la luna-
mis anhelos, una cotidianidad ya inexistente,
-la sensación del calor humano en una cama fría-
la música me transporta a otra época,
-un pasado lejano lleno de dibujos y fantasía-
el frío me recuerda vidas pasadas,
-altares vacíos y navidades solitarias-
el monitor y su luz, mi compañía de toda la vida.
Hambre de cariño,
sed de abrazos que ya nunca llegarán,
una mirada que ya no refleja la mía,
una vida que nunca termina,
un vacío que nunca se llena.
No hay satisfacción,
no hay nostalgia,
no hay calor,
solo hay muerte.
No, también vida:
amistad,
compañía,
escucha,
comida,
cine,
tecnología,
libros,
historias,
mis ideas:
y yo tengo papel y tinta.
La soledad no viene acompañada de arrepentimiento, sino más bien de una mezcla entre nostalgia, anhelo, fantasía y una pizca de deseo.
Aquí no nieva, pero me encuentro rígido por el congelamiento, uno interno se encarga de paralizar mis músculos y mis ideas, otro despoja mi vigor y sin embargo ésta tundra tiene refugios, brasas nocturnas, cielos estrellados, campos de vegetales escasos, cabañas con sus paredes parlantes, los abrigos que me quitan el frío, la música que se encarga de llorar por mí, los libros que logran insuflar pertenencia y mi trabajo, de pagar las cuentas.
Me siento paralítico en un mundo de atletas, un náufrago ante tales inclemencias, pero ese sentir es pasajero cuando recuerdo que mis brazos son más fuertes que muchas de esas piernas, y es en el disfrute de mi pasión donde quizá me acerco tanto al sol que un día sus rayos penetrarán mis huesos y mi carne haciendo combustión; pero sin miedo seguiré extendiendo mis brazos intentando alcanzarle, aunque nunca le toque, ni logre hacer que gire a mi alrededor, me siento satisfecho, sobre todo cuando sigilosamente las sombras susurran a mi espíritu: “Cálidas son tus manos y no soporto más el frío”. Me quito el par de guantes extra y los ofrezco sin miramientos. Quito de mi máscara una capa más de piel y se transforma nuevamente en base de un nuevo curtido que, si tardo en darle forma, se reseca, deshidrata mi cuerpo y finalmente colapso frente al embate de este desierto. Mis ojos se hunden y mis uñas se resquebrajan al aceptar mi lugar en el mundo, el punto medio entre los cúmulos de estrellas y la vida que mi piel habita.
Así en cada ciclo, casi inerte veo la luz: la única para este ciego que a duras penas se sostiene que, sin ver, logra percibir el abrazo del astro en el cielo y un día finalmente caerá presa del péndulo que eventualmente extinguirá su último trozo de vitalidad, pero no sin antes suspirar, ver hacia atrás y entender que no hay gloria sin derrota.