No quiero irme

Hay un abismo que me consume por dentro,
el atavismo de mis ancestros, mi mente
colapsa; mis oídos
se envuelven en una marea de sangre
que no encuentra caudal sino en el suelo,
uno plagado de deterioro e inundado
de furia en cada cadáver,
abandonado después de ser traicionado.

Un deseo tan fugaz y certero
que desprende el aroma de la vida ya ida:
de mis sentimientos que buscan
con desesperación el descanso
y redención en las vísceras
de la comodidad ajena.

Es aquel desprecio por mi carne
y mi sangre, el que evita
que cruce las barreras autoimpuestas,
pero que ambicioné con desprecio
la ruptura de los caminantes
sin conciencia.

Siempre pendiente de una justicia
—se dice ciega—, nunca llega,
aquella voz de mi interior
que jamás te alcanzó:
una cucharada de conquista
sobre la mente ajena, venganza etérea
en letras vacías de sentido,
como los difuntos y su epitafio:
tras dar un último suspiro,
piden perdón por respirar,
ya sin carne, cuerpo ni ojos.
Solo le queda
un pétalo convertido en separador
de libros: uno viejo
(las páginas comidas por el óxido),
sin aroma, sin valor.

¡Quítenme este monstruo de encima!
¡POR FAVOR!
Con solo una mirada,
desgarra mis entrañas;
con una sola pisada,
mi vida terminada.
Ya no veo luz, ni escucho
tu voz. Solo siento…

Mientras el monstruo me devora,
le escucho decir: «Lo siento».