El umbral: luces, sombras y mohawks
El día sábado asistí por primera vez a una tocada de punk “formalmente”, donde una de las bandas cuenta con una carrera más larga que mi existencia —El Último Ke Zierre, nacida en 1987— y otra que me sorprendió por su vocalista histriónico: Radio Crimen.
¿Qué puedo decir?
La colonia no era la más iluminada ni la más pulcra, pero había cierto orden clandestino. Dos filas se encontraban una frente a la otra, a la entrada del Foro Oceanía: una para comprar boletos, otra —más larga— para quienes ya los teníamos. Caminando hacia “la cola”, se vislumbraba un collage de estéticas e indumentarias: desde las normies con vestimentas negras, junto a punks con crestas, algunas escuetas, otras teñidas de rojo sangre, verdes ácidos y morado desteñidos. Un par de puestos improvisados vendían pines, playeras y cervezas por lo que alcancé a ver. A un costado, un motel rojo neón.
X500
Llegamos a las 20:15. La fila avanzaba lenta, alimentamos la espera con acordes distorsionados que salían de los audífonos. Fue de pronto, en la conversación con Lili, hablando de “el barrio” y lo relacionado al punk, que le mencioné que me sentía dentro de una película mexicana del cine documental. Ella me preguntó: “¿Cómo en cuál?”. A lo que contesté: “Como en La Reina del Asfalto, donde alguno de los que van a tocar, o incluso de las personas en la fila, tienen historias, y aquí vienen a concretarlas o revivirlas”. Ella solo se rió, y yo repliqué: “No como protagonista, sino como testigo de esas historias dignas del cine lumpen, como lo retratado en la película X500: vidas cruzadas distintas, pero con puntos en común, sobre todo la parte de ‘el nacimiento de un punk en la ciudad de México'”.
Ver a todas estas personas me recordó esas historias y otras tantas que conocí en el pueblo donde crecí.
Así, al avanzar de a poco, llegamos a la puerta, donde poco antes un tipo con megáfono mencionó que “El Ultimo Ke Zierre” daría su show a las 21:30 hrs.
El encuentro con la barra: sed y prejuicios rotos
Entramos, y el servicio de barra se veía vistoso. El lugar no era como lo imaginé: en mi cabeza, lo había dibujado como un espacio reducido y caluroso. Sin embargo, la primera impresión fue buena, aunque apresurada.
Actualmente no bebo alcohol, y la sed me apremiaba. Me acerqué a la barra y pedí un azulito sin alcohol. Un hombre mayor, que presumiblemente era el dueño del lugar, me dijo que no tenían. Le sugerí que podía omitir el vodka, pero insistió: “Todo tiene alcohol”. Entonces, le pregunté si podía darme agua mineral. Su respuesta fue tajante: “No hay, y aunque la tuviera, te costaría lo mismo que todo: $130”. Ni siquiera agua natural. Me quedé con la garganta seca y una sensación de frustración que contrastaba con la energía del lugar.
Mientras esperaba a que Lili comprara su cerveza, observé la barra. Me percaté de que lo único que ofrecían eran bebidas alcohólicas: cerveza, azulitos —que no eran los tradicionales, sino kosako con vodka barato— y whiskey.
El recinto era más grande de lo que esperaba. Oscuro, con una estructura que delataba un posible pasado como bodega. Era cuadrado, con dos pisos acondicionados con sillones en forma de herradura, dejando el escenario visible desde cualquier ángulo. En el lado opuesto al escenario, una pseudo-cabina de audio vigilaba el sonido. Al centro, la pista lucía un rodete hendido, listo para recibir a los asistentes.
Con sed pero con curiosidad, decidimos ir a la parte de en frente del escenario, del lado derecho para ver de cerca y evitar los empujones.
El primero, que abra
El Último Ke Zierre ofreció un setlist largo: hora y media de puro punk. Es una banda que no se queda sin pilas. Mantiene el ritmo de principio a fin, sin pausas ni interacciones con el público como suelen hacer otras bandas. Su enfoque es claro: mantener la energía y el ataque instrumental en todo momento.
La dinámica fue similar a las tocadas de metal, aunque un poco más light. No hubo empujones agresivos hacia el frente; muchos prefirieron la comodidad de los sillones, pese a la distancia del escenario, mientras otros —como nosotros— optamos por estar de pie.
La banda desprendía un aura serena, madura y estridente. Su profesionalismo era evidente, aunque los detalles típicos de estos eventos no faltaron: borrachos lanzando chelas, algunas de las cuales cayeron sobre los cables del escenario, causando fallas técnicas.
Entre el público, los estereotipos clásicos se hicieron presentes. El vato que se sabe todas las canciones y las grita con ademanes exagerados. La doñita que, con una sonrisa de complicidad, le dijo a su amiga: “Yo pensé que era la única que escuchaba esto, pero veo que hay muchos otros”. Esa frase me resonó profundamente. Últimamente, he sentido que mis gustos son tan específicos que me aíslan, pero ahí estaba, rodeado de personas con las que compartía algo.
De las casi 30 canciones que tocaron, hubo una que me llamó especialmente la atención:
https://open.spotify.com/intl-es/track/7CoHANaS84alYrwYzhaFUc?si=c611bb4b42c442a7
Radio Crimen: bailando hasta el amanecer
Algo que me sorprendió fue cuando anunciaron que había más bandas por tocar. Eran las 23:00, y El Último Ke Zierre ya había dado un show de hora y media. Asumí que la mayoría se iría —el metro cerraría pronto, las bebidas eran caras—, pero mi sorpresa fue que el 80% del público se quedó.
Radio Crimen tomó el escenario con un vocalista muy excéntrico: un punk de cabello en picos, mitad blanco y mitad negro, personificado por un hombre mayor, con una actitud y carisma propios de un profesional de la pantomima.
Cansados de estar de pie y nosotros desconociendo las canciones de esta banda, decidimos retirarnos y emprender el camino a casa.
Al final de la crónica, escribo esto para no olvidar. En medio de ese tumulto de gente, aromas mezclados, personas al borde del coma etílico, el aroma a la regurgitación estomacal y el cansancio, tuve pensamientos que me hicieron reflexionar sobre el Irving del presente. Donde a veces me siento como esa doñita, pensando que soy el único que gusta de ciertas cosas, pero ahí estaba, rodeado de personas que compartían algo conmigo.
Decidí cambiar mi enfoque. En lugar de pensar “yo no encajo aquí” o “esto no es lo mío”, me pregunté:
“¿En qué soy similar a ellos?”
“¿Qué compartimos todos en este espacio?”
“¿Por qué quiero encajar adaptándome y no siendo como soy, igual que ellos lo hacen?”
Estas preguntas son dos caras de la misma moneda. Por eso, pondré en práctica el buscar más similitudes desde “cómo soy” en vez de “lo que puedo saber que el otro sabe”.
El umbral: luces, sombras y mohawks
El día sábado asistí por primera vez a una tocada de punk “formalmente”, donde una de las bandas cuenta con una carrera más larga que mi existencia —El Último Ke Zierre, nacida en 1987— y otra que me sorprendió por su vocalista histriónico: Radio Crimen.
¿Qué puedo decir?
La colonia no era la más iluminada ni la más pulcra, pero había cierto orden clandestino. Dos filas se encontraban una frente a la otra, a la entrada del Foro Oceanía: una para comprar boletos, otra —más larga— para quienes ya los teníamos. Caminando hacia “la cola”, se vislumbraba un collage de estéticas e indumentarias: desde las normies con vestimentas negras, junto a punks con crestas, algunas escuetas, otras teñidas de rojo sangre, verdes ácidos y morado desteñidos. Un par de puestos improvisados vendían pines, playeras y cervezas por lo que alcancé a ver. A un costado, un motel rojo neón.
X500
Llegamos a las 20:15. La fila avanzaba lenta, alimentamos la espera con acordes distorsionados que salían de los audífonos. Fue de pronto, en la conversación con Lili, hablando de “el barrio” y lo relacionado al punk, que le mencioné que me sentía dentro de una película mexicana del cine documental. Ella me preguntó: “¿Cómo en cuál?”. A lo que contesté: “Como en La Reina del Asfalto, donde alguno de los que van a tocar, o incluso de las personas en la fila, tienen historias, y aquí vienen a concretarlas o revivirlas”. Ella solo se rió, y yo repliqué: “No como protagonista, sino como testigo de esas historias dignas del cine lumpen, como lo retratado en la película X500: vidas cruzadas distintas, pero con puntos en común, sobre todo la parte de ‘el nacimiento de un punk en la ciudad de México’”.
Ver a todas estas personas me recordó esas historias y otras tantas que conocí en el pueblo donde crecí.
Así, al avanzar de a poco, llegamos a la puerta, donde poco antes un tipo con megáfono mencionó que “El Ultimo Ke Zierre” daría su show a las 21:30 hrs.
El encuentro con la barra: sed y prejuicios rotos
Entramos, y el servicio de barra se veía vistoso. El lugar no era como lo imaginé: en mi cabeza, lo había dibujado como un espacio reducido y caluroso. Sin embargo, la primera impresión fue buena, aunque apresurada.
Actualmente no bebo alcohol, y la sed me apremiaba. Me acerqué a la barra y pedí un azulito sin alcohol. Un hombre mayor, que presumiblemente era el dueño del lugar, me dijo que no tenían. Le sugerí que podía omitir el vodka, pero insistió: “Todo tiene alcohol”. Entonces, le pregunté si podía darme agua mineral. Su respuesta fue tajante: “No hay, y aunque la tuviera, te costaría lo mismo que todo: $130”. Ni siquiera agua natural. Me quedé con la garganta seca y una sensación de frustración que contrastaba con la energía del lugar.
Mientras esperaba a que Lili comprara su cerveza, observé la barra. Me percaté de que lo único que ofrecían eran bebidas alcohólicas: cerveza, azulitos —que no eran los tradicionales, sino kosako con vodka barato— y whiskey.
El recinto era más grande de lo que esperaba. Oscuro, con una estructura que delataba un posible pasado como bodega. Era cuadrado, con dos pisos acondicionados con sillones en forma de herradura, dejando el escenario visible desde cualquier ángulo. En el lado opuesto al escenario, una pseudo-cabina de audio vigilaba el sonido. Al centro, la pista lucía un rodete hendido, listo para recibir a los asistentes.
Con sed pero con curiosidad, decidimos ir a la parte de en frente del escenario, del lado derecho para ver de cerca y evitar los empujones.
El primero, que abra
El Último Ke Zierre ofreció un setlist largo: hora y media de puro punk. Es una banda que no se queda sin pilas. Mantiene el ritmo de principio a fin, sin pausas ni interacciones con el público como suelen hacer otras bandas. Su enfoque es claro: mantener la energía y el ataque instrumental en todo momento.
La dinámica fue similar a las tocadas de metal, aunque un poco más light. No hubo empujones agresivos hacia el frente; muchos prefirieron la comodidad de los sillones, pese a la distancia del escenario, mientras otros —como nosotros— optamos por estar de pie.
La banda desprendía un aura serena, madura y estridente. Su profesionalismo era evidente, aunque los detalles típicos de estos eventos no faltaron: borrachos lanzando chelas, algunas de las cuales cayeron sobre los cables del escenario, causando fallas técnicas.
Entre el público, los estereotipos clásicos se hicieron presentes. El vato que se sabe todas las canciones y las grita con ademanes exagerados. La doñita que, con una sonrisa de complicidad, le dijo a su amiga: “Yo pensé que era la única que escuchaba esto, pero veo que hay muchos otros”. Esa frase me resonó profundamente. Últimamente, he sentido que mis gustos son tan específicos que me aíslan, pero ahí estaba, rodeado de personas con las que compartía algo.
De las casi 30 canciones que tocaron, hubo una que me llamó especialmente la atención:
Radio Crimen: bailando hasta el amanecer
Algo que me sorprendió fue cuando anunciaron que había más bandas por tocar. Eran las 23:00, y El Último Ke Zierre ya había dado un show de hora y media. Asumí que la mayoría se iría —el metro cerraría pronto, las bebidas eran caras—, pero mi sorpresa fue que el 80% del público se quedó.
Radio Crimen tomó el escenario con un vocalista muy excéntrico: un punk de cabello en picos, mitad blanco y mitad negro, personificado por un hombre mayor, con una actitud y carisma propios de un profesional de la pantomima.
Cansados de estar de pie y nosotros desconociendo las canciones de esta banda, decidimos retirarnos y emprender el camino a casa.
Al final de la crónica, escribo esto para no olvidar. En medio de ese tumulto de gente, aromas mezclados, personas al borde del coma etílico, el aroma a la regurgitación estomacal y el cansancio, tuve pensamientos que me hicieron reflexionar sobre el Irving del presente. Donde a veces me siento como esa doñita, pensando que soy el único que gusta de ciertas cosas, pero ahí estaba, rodeado de personas que compartían algo conmigo.
Decidí cambiar mi enfoque. En lugar de pensar “yo no encajo aquí” o “esto no es lo mío”, me pregunté:
- “¿En qué soy similar a ellos?”
- “¿Qué compartimos todos en este espacio?”
- “¿Por qué quiero encajar adaptándome y no siendo como soy, igual que ellos lo hacen?”
Estas preguntas son dos caras de la misma moneda. Por eso, pondré en práctica el buscar más similitudes desde “cómo soy” en vez de “lo que puedo saber que el otro sabe”.