Hoy tuve un sueño que no sé definir como revelador, enigmático, intenso, reflexivo o quizá una combinación de todo esto. Cuando reflexiono sobre ello, estas palabras acuden naturalmente a mi mente.
Recordé que estaba solo, aunque no con mi edad actual. La situación era anacrónica: una mezcla entre saber que cursaba la secundaria pero con el conocimiento que poseo hoy; un momento vital donde solo conocía a las personas de la escuela, pero a la vez reconocía los lugares con la familiaridad y detalle de un adulto.
El ambiente estaba cubierto de neblina: un pasillo extenso, similar a los de un parque de la CDMX, bordeado de árboles a la derecha y a la izquierda algo semejante a un campo de béisbol.
Un elemento ilógico, pero así se manifestaba en mi sueño, era que todo el camino por la derecha, aunque se percibía como árboles, simultáneamente funcionaba como tiendas. Estas iban desde algo parecido a un Starbucks hasta comercios que solo había visto en Japón, con decoraciones de películas como Vivarium o High-Rise; establecimientos de estilo catálogo, similares a los de una revista o esos comerciales de Telcel donde todo es un set artificial de lugares inexistentes, pero que resultan familiares y placenteros a la vista.
No tenía claro mi destino, pero sabía que debía avanzar hacia allí. Caminaba a paso regular, sin urgencia ni preocupaciones mentales, excepto por una posibilidad: toparme con alguien en el trayecto.
No deseaba encontrar a nadie; solo pretendía disfrutar del camino despejado hacia mi destino. Sin embargo, como soy alguien que observa con atención cada detalle del entorno, suelo identificar personas rápidamente y fingir no haberlas visto para que mi distracción parezca natural. Esta ocasión no fue diferente y actué en consecuencia. A pesar de esto, distinguí a lo lejos a un compañero de secundaria llamado Enrique; su apellido era Chilpa, por lo que usualmente nos referíamos a él por ese nombre, y así surgió en mis pensamientos:
“Mira, ahí está Chilpa. No quiero hablarle, pero seguramente si me nota iniciará conversación. ¿Cómo evitar este diálogo? Ya sé: ingresaré a esta tienda (que, inesperadamente, se transformó en una cancha de frontón similar a la que recuerdo del campo de los Cardenales)”.
Extraje de mi bolsa una especie de tapete ultra plegable con la figura de un cubo desarmado, esos que forman una cruz al extenderse, fabricado con un material entre la flexibilidad del cartón y la textura de la corteza de coco maduro. En mi sueño, este objeto servía para sentarse y señalaba el inicio de una actividad, similar a cuando un jugador de Yu-Gi-Oh! despliega su tapete y muestra el cubo de plástico con sus cartas.
Al sentarme, divisé a lo lejos a una niña. Su tez era blanca, vistiendo uniforme deportivo escolar: un pants verde desde sus caderas hasta los pies, con tenis blancos como cualquier estudiante; una playera blanca con el cuello del mismo color del pants. Rulos rubios caían sobre sus orejas, recogidos hacia la nuca por una diadema ancha de listón azul mate. Esto me trajo un recuerdo vívido reciente, estando en el auto esperando a mi mamá, cuando mi hermano comentó: “Mira, ahí va la Briz”. Era ella. Me miró fijamente y no supe cómo reaccionar; solo sentí una gran curiosidad por saber cómo había cambiado con los años, pues mi único recuerdo era de una niña pequeña que empezaba a hablar.
Mis reflexiones se interrumpieron abruptamente por un niño detrás de mí, tirando de mi playera. En el sueño, estaba reviviendo mi propia miseria y soledad cuando este niño comenzó a cuestionarme: cómo había logrado superar todo eso, cómo mantenía una vida estable, cómo había adquirido tanto conocimiento y triunfado en casi todos los aspectos vitales. Su tono sonaba a recriminación, como si yo hubiera tenido la oportunidad de ayudarle y asegurar que estuviera en mi posición actual, pero no lo hice. Similar a esas películas donde el protagonista experimenta epifanías en planos oníricos o espectrales.
Lo peculiar era su apariencia: un niño de tez blanca, con lentes, complexión gruesa, también con uniforme. Inicialmente no lo reconocí; pensé que se había confundido de persona. La situación me recordó esos videos de bromas donde un niño desconocido exige ser reconocido como hijo; así me sentía en ese instante. También recordé sentir vergüenza al preguntarle su nombre porque no lograba ubicarlo en mis recuerdos, algo que me ocurre frecuentemente en la vida real.
El niño persistió en su interrogatorio; incluso el clima había cambiado. Se aproximaba algo similar a un ciclón: las nubes estaban negras y presentía que algo malo se acercaba, algo que todos sabían que ocurriría y de lo que debíamos escondernos. Y el niño insistía en saber por qué no había actuado. Finalmente le pregunté su nombre; respondió que era Manolo.
Al momento de escribir esto, aún no comprendo por qué adoptó ese nombre y apariencia, ni por qué el sueño, después de esto, se transformó en la calle donde actualmente resido, convertida en una especie de juego de escondite donde podías ser asesinado si te encontraban.
Pero, retomando al niño, tengo clara la procedencia de esa amalgama, aunque no su mensaje. Manolo era un niño de sexto grado cuando yo apenas cursaba tercero de primaria, y su fisonomía representa un vestigio de mis recuerdos y percepción sobre él, donde ya lucía más maduro y desarrollado. Además, recuerdo que lo mencionaban como uno de los chicos inteligentes, junto con otro llamado Edgar, quien tenía la habilidad de escribir con ambas manos simultáneamente; cualidades que siempre me hicieron sentir inferior, porque aunque siempre me dijeron que era listo, inteligente o especial, yo observaba cómo estos niños poseían habilidades que yo no tenía, lo que interiormente me hacía sentir menos.
Adicionalmente, su fisonomía se fusionó con el primo de un compañero de primaria llamado Marco. Del primo no recuerdo el nombre, pero sí su voz y personalidad, que coincidían con lo que percibí en mi sueño, lo que solo aumentó mi confusión sobre el mensaje o el significado de lo que ocurría en mi mente y lo que el niño me decía.
La interpretación más directa sugiere que representa a mi niño interior, una proyección de mí mismo, culpándome o reclamándome por algo que no hice para mi propio beneficio. Sin embargo, no experimenté esa revelación que confirme una explicación tan simple.
Otra interpretación posible apunta hacia la frustración que he sentido recientemente por “no hacer nada”, lo que constituye una falacia en sí mismo, puesto que trabajo, genero ingresos, ocasionalmente salgo, aprendo y leo constantemente, dejándome la incertidumbre de si esto es solo mi autopercepción.
Una interpretación adicional considera la desesperación con la que el niño me sacudía y reclamaba, como si supiera que yo tengo todo el conocimiento pero lo he olvidado, lo que me hace pensar que es un llamado interno exigiendo que reaccione. Como en Volver al Futuro, donde mis acciones podrían alterar el pasado/presente/futuro del niño si actúo. Esto tiene sentido, pues representa un elemento que me sacó de mi ensimismamiento onírico, algo que me devuelve a la realidad, donde debo activar mi modo supervivencia, reconocer que la vida presenta desafíos que deben enfrentarse, y para ello es necesario mantenerse alerta y tomar acción.
Finalmente, permanezco sin respuestas; me parece ambiguo, pero lo suficientemente significativo como para recordarlo y documentarlo.
Espero que en el futuro, al releer esto, pueda encontrar una respuesta más clara o, idealmente, que me plantee las mismas interrogantes en diferentes tiempos y contextos.