¿Qué es la empatía?
Según la APA (American Psychological Association), es comprender a una persona desde su marco de referencia1. Pero, ¿qué pasa cuando sentimos que no encajamos en esa definición? Hace tiempo, en terapia, llegué a pensar que mi sentido de la empatía era inexistente. Sin embargo, al reflexionar sobre ello, descubrí algo más profundo sobre cómo entendemos y conectamos con los demás.
El peso de las palabras: ¿Me estaba engañando?
El otro día, en el trabajo, surgió un tema relacionado con el despido de personal. Hablábamos de la importancia de la empatía para comprender lo difícil que puede ser la responsabilidad de comunicar esa noticia, o de las necesidades internas del equipo para ver al cliente con ella y no con recelo.
Eso me llevó a recordar un incidente en mi proceso de terapia. Donde, internamente, yo sentía que mi empatía no se había desarrollado en absoluto. Tenía una sensación, que fue reafirmada por mi pareja, quien en ocasiones me decía: "Eres un egoísta", "No piensas en los demás", "No te interesa lo que le pase a nadie más que a ti". Esas palabras resonaban con lo que mi mamá le he escuchado decir a mi padre toda la vida. Parecía haber un patrón.
Pero, parafraseando a mi terapeuta, que al externarle esas ideas me dijo: "Entiendo que te digan eso, e incluso que veas el patrón. Sin embargo, lo que me has venido contando no se ajusta a tu criterio de falta de empatía. Incluso suena a que ayudas a los demás. ¿Hasta dónde te estás contando esa historia, y hasta dónde es verdad? ¿Le has preguntado a los demás cómo te perciben en ese sentido?"
Lo cual, me dejó pensando. Y al encontrarme, por aquellos tiempos, formulando las herramientas que me ayudan a día de hoy, descubrí que la repetición consciente de conductas me ayudaba a asimilarlas de una manera más integral y genuina, no solo mecánica (generando una resignificación). Pero, al principio, me sentía como un actor en una obra. Como si el estar consciente en cada conversación, practicara frases que "demuestren" empatía, como: "Entiendo…", "Me imagino… (inserte frase validando la emoción del otro)", "¿Cómo te puedo ayudar?", "¿Cómo sigue tal o cual cosa que me contaste el otro día?"
Poco a poco, esas preguntas comenzaron a fluir de manera natural. Pero, a veces, me asaltaba una duda que me corroía por dentro: ¿Estoy siendo falso?
El laberinto de la autenticidad: ¿Es posible entender al otro?
La respuesta no era sencilla, y no sabía cómo identificar si era o no legítima. ¿Por qué? Si nunca la tuve, nunca la formé; por lo tanto, pensaba que no la conocía. En contraste, al ver cómo los demás la demostraban —como cuando ayudan a un desconocido, en las entrevistas a personas en situación de calle, o cuando alguien necesita algo y de inmediato alguien se ofrece para la actividad—, me sentía aún más confundido.
Pero todo cobró sentido cuando me encontraba reflexionando lo ocurrido en el trabajo. Recordando la frase mencionada aquel día: "Los puestos de trabajo tienen un nombre". Me llevó a pensar en cómo nosotros, como seres humanos, estamos llenos de sesgos, experiencias y recuerdos.
En mi interior, siempre he querido despojarme de eso, para entender desde un punto "neutral" mi entorno y mi comportamiento. Pero, cuando lo reflexioné, concluí que es una falacia, pues estoy sesgado invariablemente por lo que hoy reconozco en objetos del PSM. Es muy tendencioso de mi parte querer aspirar a saberlo desde una perspectiva humanamente imposible (lo objetivo).
La esencia de lo humano: Somos nuestras experiencias
La conclusión a la que llegué fue:
"Somos humanos, llenos de esos sesgos, llenos de esas cosas que aprendimos y nos enseñaron. Somos experiencias, somos recuerdos. Tenemos conciencia; somos un cúmulo de materia consciente de sí misma, tratando de explicarse a sí misma."
Lo que nos hace humano son esas experiencias, eso que por azar nos conforma a nivel mental y material. En mi aspiración, si me despojara de todo eso, no quedaría nada en absoluto. Sería materia inerte e inconsciente, pues incluso la lente con la que puedo decir que algo es humano es inherentemente humana, partiendo de cosas tan básicas como el lenguaje.
Con lo cual, vi en ello el problema filosófico de la consciencia, donde la pregunta se vuelve: ¿Podemos realmente entender la experiencia del otro? Algunas respuestas las encontré en el canal de Adictos a la Filosofía:
https://www.youtube.com/watch?v=13Anp-g2maI
Donde se menciona a Thomas Nagel (What is it like to be a bat?), que en su ensayo plantea que no podemos experimentar la realidad de otro ser vivo. Desarrollando los límites del objetivismo y el reduccionismo, por los hechos fuera del alcance de los conceptos humanos.
El color de la subjetividad: ¿Vemos todos el mismo rojo?
Lo cual me recordó otro tema filosófico que no tiene respuesta, que alguna vez me pregunté cuando supe que existía el daltonismo: ¿Cómo puedo saber yo que el rojo que veo es el mismo rojo que otros ven? Y que, curiosamente, vi un Tik Tok el otro día al respecto. Donde veía los comentarios, que denotaban que no entendían la cuestión, pues la gran mayoría apelaban a la objetividad de conocer físicamente las frecuencias de onda de los colores. Lo cual, por sí mismo, no explica una experiencia compartida del procesamiento de los sentidos humanos.
Continuando con el tema, la aceptación de no poder experimentar la experiencia de otro puede ser fácilmente extrapolada a "personas". Lo cual me hace saber que la única certeza es que "solo yo vivo mi experiencia". Concluyendo que el querer entender la de los demás no lo hace menos genuino, pues no puedo asegurar que los demás viven o entienden mi experiencia a su vez, pero podemos encontrar similitudes.
La búsqueda del reflejo: Encontrándonos en los demás
Así descubrí que, por eso, buscamos personas afines: aquellos que entienden nuestra visión, con los que compartimos vivencias, experiencias o similitudes. Quizá incluso es algo evolutivo: la cooperación como método de supervivencia en lugar de la aptitud insuficiente de un individuo.
Por ello, incluso me atrevo a explicar que la razón por la que, a ratos, busco alguien "como yo" es para encontrar con quién compartir todo esto que sé y así poder afirmar que no me encuentro "solo". E incluso creo que explica la razón por la que escribo, de mis lecturas y la música que escucho.
La búsqueda de ese símil me lleva a encontrar un refugio y catarsis en el reflejo. Buscando espejos por todos lados, pues entiendo que, si leo algo que yo escribí, es como si hubiera una marioneta que yo reconozco como falsa, pero que dice lo que quisiera que alguien me dijera (un espejo). Lo cual, en mi conversación a solas, me hizo hacer una analogía: Soy como los perros, que al estar aburridos y buscando presas que no llegan, se persiguen la cola, a sabiendas que es una parte de sí mismos, imaginando, por momentos, que lo es.
Siento que muchas veces me ocurre justo eso: estar tan aburrido y encerrado, que me persigo la cola, encontrando estos espejos, aquellas cosas que, de alguna manera, reflejan mis sesgos y mi intención de encontrar a alguien que me los refleje sin ser yo mismo.
Corolario: La empatía como puente, no como fin
Pienso que, incluso si estoy mal, esa empatía que muestro no es falsa y no es prueba de mi egoísmo. Pues legítimamente pregunto y actúo con intención de ayudar a los demás, porque, a su vez, a través de eso, quiero encontrar personas con similitudes, donde encajar y así encontrar mi lugar en el mundo.
Al final, descubrí que la empatía no es algo que se tenga o no se tenga, sino algo que se construye. Es un puente entre nuestras experiencias y las de los demás, un reflejo de nuestra humanidad compartida. Y aunque nunca podré vivir la experiencia de otro, puedo acercarme a ella con autenticidad. Eso es lo que hace que la empatía sea genuina: no es fingir, es intentar.
¿Qué es la empatía?
Según la APA (American Psychological Association), es comprender a una persona desde su marco de referencia1. Pero, ¿qué pasa cuando sentimos que no encajamos en esa definición? Hace tiempo, en terapia, llegué a pensar que mi sentido de la empatía era inexistente. Sin embargo, al reflexionar sobre ello, descubrí algo más profundo sobre cómo entendemos y conectamos con los demás.
El peso de las palabras: ¿Me estaba engañando?
El otro día, en el trabajo, surgió un tema relacionado con el despido de personal. Hablábamos de la importancia de la empatía para comprender lo difícil que puede ser la responsabilidad de comunicar esa noticia, o de las necesidades internas del equipo para ver al cliente con ella y no con recelo.
Eso me llevó a recordar un incidente en mi proceso de terapia. Donde, internamente, yo sentía que mi empatía no se había desarrollado en absoluto. Tenía una sensación, que fue reafirmada por mi pareja, quien en ocasiones me decía: “Eres un egoísta”, “No piensas en los demás”, “No te interesa lo que le pase a nadie más que a ti”. Esas palabras resonaban con lo que mi mamá le he escuchado decir a mi padre toda la vida. Parecía haber un patrón.
Pero, parafraseando a mi terapeuta, que al externarle esas ideas me dijo: “Entiendo que te digan eso, e incluso que veas el patrón. Sin embargo, lo que me has venido contando no se ajusta a tu criterio de falta de empatía. Incluso suena a que ayudas a los demás. ¿Hasta dónde te estás contando esa historia, y hasta dónde es verdad? ¿Le has preguntado a los demás cómo te perciben en ese sentido?”
Lo cual, me dejó pensando. Y al encontrarme, por aquellos tiempos, formulando las herramientas que me ayudan a día de hoy, descubrí que la repetición consciente de conductas me ayudaba a asimilarlas de una manera más integral y genuina, no solo mecánica (generando una resignificación). Pero, al principio, me sentía como un actor en una obra. Como si el estar consciente en cada conversación, practicara frases que “demuestren” empatía, como: “Entiendo…”, “Me imagino… (inserte frase validando la emoción del otro)”, “¿Cómo te puedo ayudar?”, “¿Cómo sigue tal o cual cosa que me contaste el otro día?”
Poco a poco, esas preguntas comenzaron a fluir de manera natural. Pero, a veces, me asaltaba una duda que me corroía por dentro: ¿Estoy siendo falso?
El laberinto de la autenticidad: ¿Es posible entender al otro?
La respuesta no era sencilla, y no sabía cómo identificar si era o no legítima. ¿Por qué? Si nunca la tuve, nunca la formé; por lo tanto, pensaba que no la conocía. En contraste, al ver cómo los demás la demostraban —como cuando ayudan a un desconocido, en las entrevistas a personas en situación de calle, o cuando alguien necesita algo y de inmediato alguien se ofrece para la actividad—, me sentía aún más confundido.
Pero todo cobró sentido cuando me encontraba reflexionando lo ocurrido en el trabajo. Recordando la frase mencionada aquel día: “Los puestos de trabajo tienen un nombre”. Me llevó a pensar en cómo nosotros, como seres humanos, estamos llenos de sesgos, experiencias y recuerdos.
En mi interior, siempre he querido despojarme de eso, para entender desde un punto “neutral” mi entorno y mi comportamiento. Pero, cuando lo reflexioné, concluí que es una falacia, pues estoy sesgado invariablemente por lo que hoy reconozco en objetos del PSM. Es muy tendencioso de mi parte querer aspirar a saberlo desde una perspectiva humanamente imposible (lo objetivo).
La esencia de lo humano: Somos nuestras experiencias
La conclusión a la que llegué fue:
“Somos humanos, llenos de esos sesgos, llenos de esas cosas que aprendimos y nos enseñaron. Somos experiencias, somos recuerdos. Tenemos conciencia; somos un cúmulo de materia consciente de sí misma, tratando de explicarse a sí misma.”
Lo que nos hace humano son esas experiencias, eso que por azar nos conforma a nivel mental y material. En mi aspiración, si me despojara de todo eso, no quedaría nada en absoluto. Sería materia inerte e inconsciente, pues incluso la lente con la que puedo decir que algo es humano es inherentemente humana, partiendo de cosas tan básicas como el lenguaje.
Con lo cual, vi en ello el problema filosófico de la consciencia, donde la pregunta se vuelve: ¿Podemos realmente entender la experiencia del otro? Algunas respuestas las encontré en el canal de Adictos a la Filosofía:
Donde se menciona a Thomas Nagel (What is it like to be a bat?), que en su ensayo plantea que no podemos experimentar la realidad de otro ser vivo. Desarrollando los límites del objetivismo y el reduccionismo, por los hechos fuera del alcance de los conceptos humanos.
El color de la subjetividad: ¿Vemos todos el mismo rojo?
Lo cual me recordó otro tema filosófico que no tiene respuesta, que alguna vez me pregunté cuando supe que existía el daltonismo: ¿Cómo puedo saber yo que el rojo que veo es el mismo rojo que otros ven? Y que, curiosamente, vi un Tik Tok el otro día al respecto. Donde veía los comentarios, que denotaban que no entendían la cuestión, pues la gran mayoría apelaban a la objetividad de conocer físicamente las frecuencias de onda de los colores. Lo cual, por sí mismo, no explica una experiencia compartida del procesamiento de los sentidos humanos.
Continuando con el tema, la aceptación de no poder experimentar la experiencia de otro puede ser fácilmente extrapolada a “personas”. Lo cual me hace saber que la única certeza es que “solo yo vivo mi experiencia”. Concluyendo que el querer entender la de los demás no lo hace menos genuino, pues no puedo asegurar que los demás viven o entienden mi experiencia a su vez, pero podemos encontrar similitudes.
La búsqueda del reflejo: Encontrándonos en los demás
Así descubrí que, por eso, buscamos personas afines: aquellos que entienden nuestra visión, con los que compartimos vivencias, experiencias o similitudes. Quizá incluso es algo evolutivo: la cooperación como método de supervivencia en lugar de la aptitud insuficiente de un individuo.
Por ello, incluso me atrevo a explicar que la razón por la que, a ratos, busco alguien “como yo” es para encontrar con quién compartir todo esto que sé y así poder afirmar que no me encuentro “solo”. E incluso creo que explica la razón por la que escribo, de mis lecturas y la música que escucho.
La búsqueda de ese símil me lleva a encontrar un refugio y catarsis en el reflejo. Buscando espejos por todos lados, pues entiendo que, si leo algo que yo escribí, es como si hubiera una marioneta que yo reconozco como falsa, pero que dice lo que quisiera que alguien me dijera (un espejo). Lo cual, en mi conversación a solas, me hizo hacer una analogía: Soy como los perros, que al estar aburridos y buscando presas que no llegan, se persiguen la cola, a sabiendas que es una parte de sí mismos, imaginando, por momentos, que lo es.
Siento que muchas veces me ocurre justo eso: estar tan aburrido y encerrado, que me persigo la cola, encontrando estos espejos, aquellas cosas que, de alguna manera, reflejan mis sesgos y mi intención de encontrar a alguien que me los refleje sin ser yo mismo.
Corolario: La empatía como puente, no como fin
Pienso que, incluso si estoy mal, esa empatía que muestro no es falsa y no es prueba de mi egoísmo. Pues legítimamente pregunto y actúo con intención de ayudar a los demás, porque, a su vez, a través de eso, quiero encontrar personas con similitudes, donde encajar y así encontrar mi lugar en el mundo.
Al final, descubrí que la empatía no es algo que se tenga o no se tenga, sino algo que se construye. Es un puente entre nuestras experiencias y las de los demás, un reflejo de nuestra humanidad compartida. Y aunque nunca podré vivir la experiencia de otro, puedo acercarme a ella con autenticidad. Eso es lo que hace que la empatía sea genuina: no es fingir, es intentar.